jueves, 8 de noviembre de 2007

Quizá algún día lo entiendas...

El deseo de huir y el deseo de abrazarme a tu maldad
se unen mediante el hilo de unas pocas de tus palabras,
pero mientras me tambaleo sin saber en qué lado del
tejado caeré al final,
el tiempo transcurre lento, y sólo quiero más
de tus falsas promesas,
esas que tan bien me hacen sentir.

¿Cuándo jugar dejó de ser un juego
para convertirse en una peligrosa apuesta?
¿Cuándo apostar dejó de ser una apuesta,
para convertirse en la compraventa del alma de un
mísero jugador triste?

Ya sólo me quedan tus promesas,
promesas que quiero aún sin quererlo.
Promesas de que cambiarás de vida,
de que andarás por nuevos horizontes,
promesas de que el mundo será a partir de ahora
un lugar apacible en el que vivir tranquilo,
sin prisas ni presiones.

Coge tu pico y coge tu pala,
cava una cueva en el hueco de alguna montaña remota,
hazte una casa donde guardar todas tus promesas,
un cementerio de sueños que nunca tuviste ni se cumplirán,
y luego cierrala de nuevo, que nadie sepa que existió nunca,
y si tienes el valor quédate dentro,
que aunque te llore todas las noches,
no podrá dolerme ni dolerte tanto como todo el mal
que tú sólo te has buscado,
y del que siempre, decías, querías protegerme.

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